sábado, 28 de agosto de 2010

Hostilidad y autoorganización en la esfera pública no-estatal contemporánea*


Laboratorio de Análisis Institucional de Rosario



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Lo público: espacio del “para todos”



Habíamos pensado esta oportunidad como la posibilidad para pensar en torno a un concepto, a un hecho que nos atraviesa a todos los que transitamos por lo institucional: lo público. Es por esto que consideramos pertinente ensayar una definición muy simple de lo público y que desde nuestro punto de vista puede inaugurar las asociaciones de pensamiento que siguen.



Lo público, en principio es el espacio del “para todos”. Es decir, es algo que no es para uno, ni para otro. Tendrá entonces como condición que un sujeto desee estar allí, pero su ingreso no dependerá de ciertas características de su persona, sino en función de aquello que esté dispuesto a hacer y a no hacer. En principio entonces, el ingreso a la cosa pública no se da en función de características de los sujetos, no es algo que tenga que ver con el ser, ni con el tener sino con el hacer.



Esfera pública estatal



Aquello que podríamos llamar “diagrama institucional disciplinar” del que tanto hemos podido leer en Foucault, presentifica de manera muy clara aquello que podemos entender como la esfera pública estatal.



En este esquema institucional articulado, el “para todos” era asegurado, configurado por el Estado en tanto instancia soberana en la regulación del transito de los sujetos por las diversas instituciones.



En este marco, un espacio público formaba parte de un sistema de espacios públicos dentro de los cuales los sujetos transitaban con más o menos malestar, con mayor o menor capacidad de adaptación.



La escuela pública, la universidad pública. Estos espacios son públicos, es decir potencialmente para todos, en la medida en que exigen de cualquier sujeto que quiera habitarlos algunas condiciones. Condiciones ligadas al hacer o al no hacer. Conjunto de normativas, de reglas que habrá que poder (al menos la mayor cantidad de tiempo sino uno no quiere volverse demasiado neurótico) respetar. Pero todas estas exigencias, estas condiciones no aparecían ligadas al orden del ser, ni del tener. Una escuela no basa su admisión en si alguien es o no es, sino en si puede hacer o no tal o cual cosa.



Aquí, en este sistema de instituciones, de espacios públicos, la organización corría por cargo del Estado. Es éste quien garantizaba la publicidad de esos espacios, que pudieran potencialmente ser para todos.



Alguien podría objetar que el mercado también existía, que el capitalismo también estaba allí latiendo en el centro del sistema disciplinario coordinado por el Estado. Y así era. Pero hay una diferencia importante que para nosotros resulta esclarecedora: el capitalismo en su forma moderna-industrial (no contemporánea) se servía del sistema institucional disciplinar para lograr sus fines. Para una fábrica era esencial que su trabajador pudiera haber incorporado la lógica disciplinar que durante toda la vida afectó a un sujeto: la familia, la escuela, la cárcel. Y nutrirse además de quienes deciden concurrir a una universidad para que a partir de allí puedan optimizarse los recursos a los fines de aumentar la producción.



Hay entonces, a nuestro entender una diferencia en lo que respecta al poder de regulación de los espacios públicos modernos, donde el Estado prima sobre el mercado.



Esfera pública no estatal



Pero la situación cambia desde mediados de los 70 (los inicios de las eras reagan o tatcher, la gran derrota del ciclo de luchas obreras del 77 en Italia, el inicio de la dictadura argentina en el 76, etc)



El capitalismo, en su forma contemporánea post-industrial ya no necesita una sociedad regulada desde la anterior lógica disciplinar donde el Estado organizaba la situación y la circulación de los sujetos para satisfacer a las demandas del régimen de producción industrial. Digámoslo de otra manera: para el capitalismo contemporáneo ya no se vuelve necesario armar una sociedad desde el modelo de la fábrica. Ya no es necesario adecuar al tiempo del “no-trabajo” como escena de la reproducción compatible con la actividad productiva, el tiempo de trabajo. [Como ejemplo de sociedad organizada bajo el imperativo del régimen fabril, valga el recuerdo nostálgico de cierto dirigente sindical metalúrgico que recordaba cómo en torno a la sirena que indicaba el cambio de turno de la fábrica se organizaba toda la vida del pueblo en el que ésta estaba situada]



Lo que el capitalismo contemporáneo necesita es desarmar cualquier intensidad de vínculos que pueda oponerse a que sea el mercado la única interfaz entre cada uno y aquello que desea.



Vivimos en una época donde la posibilidad de acceso a ciertos contenidos, informaciones, datos se nos presenta como casi ilimitado. Pero esta “apertura” no implica un “para todos”, es diferente al anterior. Es un “para mí”, podríamos decir que es una inclusión que excluye al otro.



Esto configura un escenario diferente en relación al tema que nos ocupa. Lo público deja de ser un espacio asegurado por el Estado para pasar a ser algo que es necesario autoorganizar. Tarea nada sencilla ya que estas transformaciones han presentado nuevas dificultades a los intentos de armar un “para todos” en este contexto de crear una esfera pública no estatal.



Dejemos por un momento de lado las reflexiones anteriores para adentrarnos en un plano afectivo. Veremos como esto puede iluminar lo anterior para pensar de un modo diferente lo que sucede o puede suceder en los espacios públicos no estatales.





Hostilidad y enemistad



Si como decíamos al principio participar de un espacio público, es decir con otros, implica un cierto dejar-de-ser. este estar-con-otros, compartir una experiencia, exigirá a quien participe allí pagar el precio de no hacer de su verdad la verdad, de no hacer de su idea la idea, al menos de manera permanente. La experiencia colectiva nos confronta con la posibilidad del amigo, aquel con el que es posible la idea de comunidad, pero también nos abre la posibilidad del enemigo.



El Enemigo es aquel otro que se presenta como queriendo lo mismo que yo, disputando comigo el objeto de mi deseo. Con el enemigo, lo que se despliega es la agresividad regulada por el límite que hay por ser el otro un otro. Vemos con claridad que en la enemistad hay un reconocimiento de la alteridad. Con el enemigo hay juego, juego de guerra podríamos decir. Desde este punto de vista, tanto amistad como enemistad son intensidades donde algo de lo afectivo circula.



Quisiéramos introducir una tercera noción: el hostis



La hostilidad no es la enemistad. Si el enemigo es “mi propio problema tomando forma”, el hostis es puro obstáculo. El conflicto con el enemigo se configura como lucha de reconocimiento. No se trata sólo de derrotar al enemigo sino que resulta fundamental que el enemigo reconozca la derrota. Por su parte el conflicto de hostilidad es puro choque. El hostis no es alguien a derrotar sino algo que me interfiere. Con el enemigo hay código, un criterio común que nos permitirá reconocer victorias y derrotas. Con el hostis no hay juego de guerra sino guerra de juegos. Cada cual atiende al suyo y el juego del otro sólo aparece como problema ilegible, como interposición, invasión, bloqueo de mi propia estrategia.



Podemos decir que la hostilidad sólo cesa o bien dejando de ser hostil o bien por el puro aniquilamiento. No hay entonces, en este punto, nada del orden de lo afectivo en juego, más bien un despliegue de agresividad no regulado por el reconocimiento del otro como alteridad.



Para ejemplificar esta diferencia se nos ocurría un ejemplo simple: imaginemos un juego cualquiera, pongamos por caso el ping-pong. Si yo reconozco que quien tengo enfrente es otro al que deseo vencer, debo aceptar que cuente exactamente con los mismos elementos que yo y que acate las mismas reglas que yo a fin de que su derrota sea bajo las mismas condiciones. Si algo de esto sucede, ubico al otro como enemigo. Pero si para avanzar sobre la victoria, considero válido sacarle al otro la paleta, lo privo de contar con las mismas condiciones que yo para que el juego se lleve adelante. Allí termina el juego, no hay victoria ni derrota sino destitución del otro como adversario, puro despliegue de hostilidad.



En este sentido, podemos afirmar que las condiciones son lo común procesándose. Si las condiciones son lo publico, el habitar como movimiento carga con un punto no-realizado/no-apropiado que como resto de la operatoria va constituyendo, en lo publico porvenir, un nuevo “para todos”.



Consideramos que la operatoria mercantil contemporánea produce, entre otros efectos, la transformación del campo social en el desierto de la hostilidad generalizada. Es por ello que todo intento de construcción contemporánea de esfera pública necesitará abordar el problema de la hostilidad.



Una estrategia posible es que la hostilidad sea elaborada en enemistad. Esta elaboración implica la metaforización del hostis, el franqueamiento de un umbral de politicidad de las relaciones que implica la retranscripción de la conflictividad en términos de relaciones amigo/enemigo. Es la elaboración de la agresividad como posibilidad de politización del hostis y de nosotros mismos.



Antes que una táctica reactiva de reclusión identitaria en la afinidad, la apuesta por la elaboración de la hostilidad supone la posibilidad de darle otro tipo de tratamiento a la alteridad.



En este sentido, no alcanza con la constitución de un punto de autoorganización para que podamos hablar de esfera pública no-estatal ya que toda experiencia de construcción colectiva se encuentra, tarde o temprano, con esta alternativa: o el repliegue identitario reactivo en la afinidad o la apuesta expansiva y abierta a la elaboración –es decir, politización- de la hostilidad y la afinidad en términos de amistad y enemistad.



La opción por el repliegue identitario reactivo en la afinidad desemboca necesariamente en prácticas de exclusión/expulsión/segregación de todo aquello que quede identificado con la hostilidad. De este modo se disuelven las condiciones para la producción de esfera pública ya que cualquier forma de alteridad recibe un tratamiento inmunitario, segregativo, expulsivo.



La apuesta por la elaboración de la hostilidad implica poner constantemente a la experiencia de lo colectivo en exceso –o en defecto, ambas posibilidades son equivalentes en la lógica no-identitaria- con respecto a sí mismo, lo cual conlleva siempre riesgo de disolución. Pero en ese riesgo se juega la posibilidad de que la autoorganización se constituya como espacio de lo impropio, como condición para que la alteridad eluda su destino epocal de hostilidad para ser elaborada colectivamente en términos políticos.



Si como dijimos antes, la hostilidad no es elaborada, si no es encauzada a fin de hacer lugar al otro, ya sea por la vía de la amistad o bien por la de la enemistad, un espacio de autoorganización puede ser territorio fértil por ejemplo para prácticas de tipo segregatorio. La segregación aparece aquí entonces como una respuesta a la no elaboración de la hostilidad, como el resultado de un repliegue identitario de la afinidad.



Después de estas elaboraciones quizás podemos decir que todo espacio público ha de pensarse frente a la necesidad de ensayar nuevas formas de elaboración del encuentro con la alteridad, nuevos modos-de-hacer con las dificultades inherentes a la diferencia que todo reconocimiento del otro implica. Consideramos que esta perspectiva abre nuevas vías para pensar lo político.



agosto del 2010



Referencias:



Tiquun, Introducción a la guerra civil. Melusina. Barcelona. 2008

Virno, Paolo. Ambivalencia de la multitud. Tinta Limón. Buenos Aires. 2006

Lewkowicz, Ignacio. Pensar sin Estado. Paidós. Buenos Aires. 2004

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